El único sí fue el último
Al igual que todas mañanas, llegué hasta su casa y esta vez no encontré el aroma a café. El silencio inundaba aquella estancia decorada con esmero y de pulcritud inapelable, aun así entré sin usar la alfombra. Dije su nombre en voz alta… una y otra vez mientras avanzaba por la sala. Nada, ninguna respuesta. La sala, el comedor, la cocina, el baño, el patio y en ningún lugar estaba. En los cinco años que la conozco nunca salía de casa sin dejar un nota y el café preparado. Esta vez ninguno de los dos. Un solo sitio faltaba revisar, al lugar de la casa al que nunca había sido invitado: su dormitorio. Subí las escaleras y vi la única puerta, entreabierta, ausencia total de ruidos; la empujé y se abrió así mismo en silencio. Allí está ella, acostada sobre el piso, nada a su alrededor, con los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía la pose que muestra las fotografías de las momias de Egipto. Lo ojos cerrados y no se sentía su respiración. – ¿Estás bien? Pregunté – ¡¡No!! Me